No se llamó siempre Puppy. A veces fue Lagun, Boss, Milú, Blanquito o Troy. Tantos nombres tuvo, como estrellas hay en el cielo. Tampoco fue un West Highland Terrier todo el tiempo. Pudo ser caniche, pastor alemán, bóxer o simplemente, callejero. Pero todos ellos están en Puppy. Por eso es tan grande. Por eso es tan soberbio. Quince toneladas de sentimiento. Me lo contó una tarde, un niño en Mazarredo. Su perro se había ido para siempre. En trece años, solo le dio un disgustó. No ser eterno. Al principió el niño lloró amargamente. Pero fue antes de saber la verdad más evidente. Que los perros de Bilbao no se quedan en la Tierra, ni tampoco van al Cielo. Tampoco es el Limbo su lugar, tras hacerlos enterrar. Ni viven reencarnados, tras ser incinerados. Los chuchos del Botxo, tienen más categoría y mejor acomodo. Ser todos uno. Para formar un campo santo, sin necesidad de cementerio. Donde las flores huelen a vida y están siempre en movimiento. Donde perro y arte son amigos. Y, de paso, compañeros. Así me lo contó aquél niño. El que cada noche se asoma a la ventana, para ver a su amigo. Sabe que Puppy nunca se ira. Por eso no lleva collar. Por eso será eterno.
Tomás Ondarra y Jon Uriarte
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