Los Uranga no son una familia. Son una banda sonora. Siempre lo fueron. Desde que Amaya, Izaskun y Estíbaliz arrancaron con el trío fraternal. Incluso tiempo después, cuando se añadió testosterona y gravedad al asunto, aumentando “Voces” y añadiendo “Guitarras”. No les digo ya lo que fue, al pasar a Mocedades. Desde ese momento, fueron el sonido de lo propio. El orgullo de un rincón de Europa. Ese que sintió que el dos, puede ser uno. Al menos, en la Europa musical. Por eso cantamos con ellos, desgañitados ante la pantalla. Buscando el “tuelf points” y la gloria. Porque aquél “Tú” de eres, era “nosotros”. Por eso compramos sus discos. Para regalar tierra. Y por eso aprendimos inglés, y hasta latín, para seguir versos o temas. Llegados a este punto confesaré que, tras compartir sobremesa con ellos, ya nada es igual. Las cenas ya no son tan plenas, ni las voces tan buenas. Porque ellos no cantan. Tocan en lo profundo. Allá donde no llega el bisturí del cirujano. Al lugar, en el que se guarda el botón que enciende tanto la risa, como el llanto. Al fin y al cabo, siempre fueron familia. Hasta para romperse en Mocedades y Consorcio. Que nunca hubo una sin un roto. Por eso, repasar las fotos del grupo, es repasar las de la familia. Las de la suya y la nuestra. Que, en el fondo, son la misma.
Tomás Ondarra y Jon Uriarte
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