A Tomás le costó un duro el de Cruiff. A servidor, un beso el de Iribar. El precio lo puso un niño con buena colección, pero mala cabeza. Dicen que es más fácil que te caiga un rayo, que toque la lotería. Así que conseguir dos cromos del Txopo, debe ser como sobrevivir a un rayo y forrarte el mismo día. Pero Íñigo los tenía. Y también una hermana difícil de ver. No por esquiva, sino por fea. Así que me retó a plantarle labios a la abstracta Bea. Pude negarme. Es verdad. Pero Iribar bien merecía un sacrificio. Y allí fue, quien esto teclea, con más miedo que vergüenza. Para besar raudo y pillar cromo, por culpa de la pereza. Que nunca tuve paciencia para bajar a cambiarlos a la Plaza Nueva. Como mucho, acudía una vez al mes. En cambio, hoy en día, iría sin pensarlo. Ahora entiendo que fuera mayor la emoción del padre que la del niño. Buscaban los cromos que faltaban en los álbumes que abandonaron. Para regresar al niño que fueron. Yo también. Tanta es la nostalgia sentida, que busco en otras tierras y plazas, la sensación perdida. La del tacto del cromo deseado. Ese que nunca salía. El que siempre esperaba. El que el otro tenía. Por ese momento, no pagaría un duro ni daría un beso. Por ese instante, créanlo, el alma vendería.
Jon Uriarte y Tomás Ondarra
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